La música formaba parte del sueño. Un grupo de rock sonaba bastante fuerte, pero no me privaba de oir el mundo exterior. El vaivén del tren facilitaba mi sueño, me adormecía. De repente sentí que alguien dejaba un papel sobre mi rodilla. Abrí los ojos rápidamente y ví una cara manchada de tierra y tristeza, y dos ojos brillantes que imploraban por auxilio.No me dio tiempo a responderle. Quise negarme, pero ya se estaba alejando. Miré el papel y descubrí la estampita de un santo que quizás en otro momento hubiera reconocido, y un papel que describía las penurias de un matrimonio desempleado, con más hijos que dedos en las manos, sin plata para darles de comer. Cuando la vi acercarse saqué una moneda del bolsillo que, junto con los papeles que me había dado, puse en su mano. Me levanté de mi asiento y caminé hasta la puerta. Bajaba en la estación siguiente.
La estación estaba un poco sucia y bastante oscura. Las luces se ubicaban estrategicamente en las puntas del anden y un par de focos en el medio, cerca de alguna publicidad que hubiese que alumbrar. Dos nenes que no pasaban los 10 años dormían en el suelo. Uno de ellos se retorcía mientras dormía. Ignoraba (e ignoro aún) si soñaba, tenía hambre o quizás frío. Al otro le faltaban las zapatillas. Indudablemente no se trataba de una cuestión de moda o comodidad. Un hombre de traje, con auriculares puestos, pasó a su lado sin mirarlos. Una señora que se veía bastante apenada, se lamentaba por la situación, aunque despues pidiese por su detención (y hasta su muerte) cuando muera algún adulto a manos de un pibe. Otro pibe, que no tenía mucha pinta de empresario, más bien parecía un peón, se agachó junto a ellos y les dejó un paquete de galletitas sin abrir, que seguramente hubiese sido su desayuno.
En la calle nada cambiaba. Ruidos de autos que se confundían con los colectivos. Una frenada, una puteada, algún reproche en buenos terminos. Un auto importado, manejado por un hombre bien vestido que hablaba por celular, se detuvo en un semáforo. Un chico se acercó a limpiarle el parabrisas pero el hombre se negó. Le pidió una moneda y el hombre se volvió a negar. Más allá se escuchó el andar cansino de un caballo que arrastraba un carro lleno de cartón, latas, vidrios y algún que otro plástico. "La basura de unos es el tesoro de otros", reza un viejo refrán. Parecía saberlo el cartonero que, con su pobreza a cuestas, se mostraba un poco satisfecho.
Un nuevo día había comenzado, la ciudad estaba despertando. Con cansancio, tristeza, alegría, compañia, soledad o siquiera una pequeña ilusión, todo había vuelto a empezar.
sábado, 28 de noviembre de 2009
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